Releyendo «Alicia en el Páis de las Maravillas», de Lewis Carroll

Hoy quiero hablaros de una novela que he leído recientemente en un Club de Lectura (en el grupo «Comunidad de Escritores«, en Facebook. En realidad, para mí era una relectura, pues la leí siendo casi un niño. Es interesante contraponer los recuerdos de una lectura infantil con otra mucho más madura, es como que alguien se cuestione a sí mismo sus propias creencias, de pronto todo lo que pensaba sobre algo se tambalea…

La novela en cuestión es “Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas”, de Lewis Carroll, pseudónimo de Charles Lutwidge Dodgson, publicada por primera vez en 1865 con ilustraciones de John Tenniel.

Mi recuerdo sobre la novela estaba empañado de otras múltiples referencias que se han ido acumulando en mi memoria a lo largo de todos estos años, pues Alicia se ha convertido en un icono utilizado por diversas ramas de la cultura popular, desde la música hasta el cine, pasando por la pintura, el cómic y, por su puesto, la novela. Así que ha sido como leer por primera vez un libro del que ya sabía todo… O no. Desde luego, en sus poco menos de ciento cincuenta páginas, cada nueva lectura es capaz de encontrar nuevos matices, pequeños secretos y grandes referencias.

Quizá lo primero que deberíamos hacer antes de hablar de un libro es contar de qué va, hacer una breve sinopsis y una ficha técnica, para saber en realidad de qué estamos hablando. No es tarea fácil con este librito. ¿De qué va? Podríamos resumirlo muy fácilmente del siguiente modo: una niña se queda dormida de aburrimiento y tiene un extenso sueño en el que todo es absurdo. Al final, despierta. Bien, es un resumen tan válido como cualquier otro; una lectura desapasionada llegaría a esta conclusión en un abrir y cerrar de ojos y, lo cierto, es que nadie podría oponerse a esta afirmación. Alicia en el País de las Maravillas es también eso: el sueño absurdo de una niña aburrida.

Pero si queremos profundizar un poco más, si pretendemos hacer un análisis más pormenorizado de lo que esconde el ilógico mundo subterráneo creado por Carroll, hallaremos algunos aspectos realmente interesantes. ¿Qué hay que hacer para ello? Pues principalmente ponernos en la piel de la protagonista, Alicia, y dejarnos caer con ella por la madriguera del Conejo Blanco. ¿Cuánto? Más, mucho más. ¿Aún más? Sí, mucho más. Cuando estéis ya aburridos de caer y caer, cuando ya creáis que habéis pasado el centro de la Tierra y vais a salir despedidos por alguna madriguera de rosca inversa de Nueva Zelanda, tal vez sea el momento de dejar de caer. ¿No fue eso, al fin y al cabo, lo que hizo Alicia para llegar al País de las Maravillas?

Porque contemplar las maravillas del mundo subterráneo compete no solo a nuestro consciente lógico y a nuestra razón, sino también a un lugar más profundo de nuestro ser, a capas más cercanas a nuestra alma. Sí, debemos darle la vuelta a todo lo que creemos saber, a todo lo que habíamos pensado que era de un determinado modo. Los axiomas que hemos aprendido no son del todo válidos en el mundo imaginario de Carroll, allí todo es de otro modo, ¿de cuál? Quizá sea imposible entenderlo, aún más explicarlo.

Al final de esa madriguera por la que cae Alicia en su persecución del Conejo Blanco está el País de las Maravillas. Lo primero que hay que decir que es un lugar donde necesariamente pasan “cosas”. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que Alicia viaja a este mundo cuando, totalmente aburrida, abandona la compañía de su hermana en la orilla de un río, persiguiendo a un conejo blanco que viste un chaleco y de no deja de mirar su reloj de bolsillo. Alicia huye del tedioso mundo de la lógica, de los adultos, de la realidad, al fin y al cabo, y alcanza un espacio en el que no funcionan las reglas que ella conoce.

Alicia inciándose en el mundo de los estupefacientes. La primera ronda siempre es gratuita…

Bien, quizá haya llegado el momento de hablar de esas reglas. ¿Cuáles son? Pues son las reglas del mundo victoriano, de la Inglaterra de 1860, donde la posición de una niña de clase media estaba total y absolutamente delimitada por una infinidad de las más amuermantes normas. Básicamente podemos reducirlo en que la Alicia real tendría que entregar su infancia a una estricta educación en la que primarían los modales y el puritanismo y donde los conocimientos se basarían en lógica elemental, algo de geografía, leer, escribir y, sobre todo, formarse para ser una mujer al cuidado de sus propios hijos y su casa.

Así, no es raro que quisiera huir de ese mundo cruel y se dejase caer por la madriguera. ¿No lo harías tú? Yo creo que me lanzaría de cabeza.

A partir de su llegada al País de las Maravillas se suceden una serie de escenas a cada cual más absurda, en apariencia, y menos lógica, también en apariencia. La sala que recibe a Alicia está llena de puertas cerradas, digamos que es una infancia metafórica donde casi todo está prohibido porque “son cosas de mayores”. Para salir de allí, Alicia va creciendo y decreciendo en tamaño, con el ánimo de escapar por un pequeño espacio que le lleve a un magnífico jardín, un paraíso terrenal que ríete tú de los resorts de Cancún. ¿Lo consigue? Pues no, solo logra meterse en un burocrático laberinto de cambios de tamaño que concluye con una gigantesca niña llorando a moco tendido. Nadie dijo que hacerse mayor fuese sencillo.

Poco después la misma Alicia vuelve a menguar (lo hace consumiendo algún tipo de líquido que está allí puesto, sin contraindicaciones aparentes, con una única etiqueta que reza: «drink me». Dicho y hecho, a sus órdenes, mi comandante), hasta tal punto que comienza a ahogarse en sus propias lágrimas, esas mismas que lanzó sin cuidado cuando padecía gigantismo. Uno, cuando es adulto, siempre debe tener cuidado con lo que hace y asumir sus consecuencias.

Salir de ese mar de lágrimas la conduce a reunirse con una serie de animalitos parlantes: un ratón, un loro, un dodo… El encuentro con animales parlanchines u otros seres con cualidades humanas será la tónica a partir de ese momento. Desde luego, algo ilógico y absurdo, realmente increíble, pero también el sueño loco de casi cualquier niño (y de muchos adultos). Si hasta este momento cualquier lector poco avisado creería que está leyendo un galimatías “sin sentido”, lo que viene a continuación no ayudará a que se centre. Mientras el ratón trata de contar su historia, el resto de personajes, con la preguntona niña a la cabeza, lo van interrumpiendo hasta que se produce una fuerte discusión de la que se concluye que primero deben secarse tras haberse bañado en las lágrimas, por lo que todos inician una carrera en círculo que no tiene un principio claro y cuyo fin queda al albur de su creador, el dodo. Cuando se pone fin a la carrera todos buscan un ganador. ¿Un ganador? El juez, tras deliberar consigo mismo, declara que todos han ganado y, por lo tanto, todos merecen un premio.

Alicia escucha atentamente la disertación de la comida de su gato

Bien, esta escena en apariencia inofensiva tiene un sinfín de lecturas. Se ha dicho en diversas ocasiones que unifica los mundos adulto e infantil, algo que sucede durante todo el libro, contraponiéndolos claramente, pero también mezclándolos y significando la ocasional, o no tan ocasional, falta de lógica de ambas. La discusión, en la que un loro le dice a Alicia, con malos modos, que ella tiene razón porque es mayor que la niña y la posterior carrera de la que todos salen victoriosos y cada uno obtiene un premio, se ha puesto en relación con la política inglesa de aquellos años. Si me permitís mi opinión, sería fácilmente extrapolable a la política actual, e incluso a la de casi siempre: todos hablan a la vez, nadie se escucha, no llegan a ninguna conclusión importante y, al final, aunque no hacen nada productivo, todos se llevan su parte del pastel. Quizá podría aplicarse también a muchos juegos infantiles en los que al final todos ganan, aunque todos lo hayan hecho de forma horrible.

Ese capítulo, el tercero de los doce que componen la novela, termina con el ratón contando por qué odia a los gatos y a los perros. Alicia, que es bastante imprudente y aún más redicha, mete la pata una vez más (es otra tónica del libro) hablando sobre su gato, un valiente cazador de aves y ratones, por lo que todos la abandonan y se queda sola. La pequeña Alicia, y además nunca mejor dicho porque tanto beber de los vasos de los demás le ha hecho reducirse a la mínima expresión, ve pasar al Conejo Blanco de nuevo y lo persigue para ver si se entera de algo. Es muy posible que el lector también ande a estas alturas con la mosca detrás de la oreja esperando que el maldito conejo, que es quien tiene la culpa de todo, explique qué demonios de sitio es este.

Pues lo siento mucho, pero tampoco en el cuarto capítulo saldrá de dudas nuestro querido lector. El Conejo Blanco, preocupado por no encontrar su abanico y sus guantes, confunde a Alicia con su ama de llaves y le ordena que busque los mencionados y, por lo visto, tan importantes objetos. Alicia, tras sobrevivir al tsunami de sus propias lágrimas, parece haber decidido que, puesto que en aquel lugar cada cual hace lo que le viene en gana, ella no va a ser menos, y ni corta (bueno, eso sí) ni perezosa se mete en la habitación del Conejo para buscar los guantes y el abanico, pero… lo que encuentra es un trozo de pastel (puede que en vuestra versión sea una taza de té o simplemente un recipiente con líquido, en mi memoria era un pastel, y ni William Shakespeare resucitado me hará cambiar de opinión). Bueno, hagamos un pequeño inciso. Cuando en la sala Alicia bebió aquel líquido que le hizo crecer y menguar alternativamente se preocupó por mirar si tenía una etiqueta donde pusiera: “veneno”. Pero en el cuarto capítulo va ya a “calzón quitao” y ya ni lee el prospecto… Ni mucho menos le importa que aquel sea el almuerzo del pobre conejo que, como no encuentre el abanico y los guantes se va a quedar sin trabajo y va a pasar hambre. “Que le den”, pienso yo que piensa Alicia.

La nueva consumición le hace crecer hasta límites insospechados. Que digo yo que insospechados para ella, pues todos sabíamos lo que iba a pasar. Alicia, erigida en prócer de la inocencia, dice algo así como: si lo otro me hizo crecer, esto algo me hará, y “pa’dentro”.

Se hace tan grande que apenas cabe en el cuarto del conejo, y se ve obligada a sacar un brazo por la ventana. Alicia, lejos de pedir ayuda, quizá avergonzada por lo acontecido, se dedica a tratar de agarrar con su mano a los propietarios de las voces que se escuchan en el exterior, a saber: el Conejo Blanco y Bill, una pobre y lastimera, o más bien lastimada, lagartija. Reconozco que tampoco entendí lo que pretendía la niña, o tal vez lo entendí, pero me pareció un poco siniestro. El caso es que tras una sucesión de propuestas a cada cual más absurda (a la vez que lógica) por resolver la situación, y después de que la multitud que está fuera de la casa acompañando al conejo llegue a proponer pegarle fuego a su no tan humilde hogar como si fuera la inquisición y nuestra pobre Alicia una bruja, comienzan a lanzarle unos panecillos mágicos. La niña tiene un momento en el que no saber si arrasar con su mano todo lo que hay fuera o tirar de lumbares y acabar con el tejado de la casa. Sin embargo, en un alarde de imaginación prueba un trozo de pan y va menguando hasta hacerse de nuevo pequeñita, lo que le permite salir de la habitación del Conejo Blanco y huir de la multitud.

Todo esto, que sigue pareciendo algo absurdo, estúpido, incluso, también tiene varias lecturas que podrían hacerse según con la perspectiva con la que lo leamos. El Conejo Blanco va a ser el personaje de la novela que más se acerque al ideal victoriano de persona humana. Servicial, trabajador, responsable… Aunque solo lo sea en apariencia. Va por la vida persiguiendo algo, con prisas, sin mirar hacia sus lados, sacando el reloj de bolsillo solo cada poco para comprobar que llega tarde a todas partes. A ver, no quiero decir yo que Lewis Carroll prefigurase ya aquí al hombre moderno (y a la mujer), observando su móvil sin preocuparse de lo que haya alrededor, capaz de confundir a una niña menguada con su mascota, pero algo de eso hay, y ya lo había en aquel momento de la historia. Lo que proponen para solucionar el problema “del brazo gigante” que sale por la venta es realmente peregrino, y podemos dudar de su utilidad, pero se asemeja mucho a las soluciones que a veces vemos en el mundo adulto, en el mundo político y empresarial, que solo podríamos definir como matar moscas a cañonazos. Toda esta escena absurda, con la lapidación final de lo que es desconocido, tiene mucho que ver con lo que sucede a nuestro alrededor a diario, con nuestro rechazo adulto a lo desconocido, mientras que una mirada infantil solo quiere averiguar cosas, descubrir secretos, conocer… ¿Por qué si no Alicia se pasa la novela haciendo preguntas impertinentes?

Creo que en este punto cualquier lector que no haya comprendido que todos somos un poco Alicia, un poco el Conejo, el ratón y hasta el dodo habrá desistido de apreciar algo positivo en la novela. Como dije al principio, hay que dejarse caer por la madriguera para comprender que nuestras reglas ya no sirven, solo así nos parecerá normal (vale, quizá ni así) el siguiente paso de Alicia.

No obstante, creo que si la novela tiene momentos realmente fascinantes, comienzan con el encuentro de la niña con la Oruga Azul. Sí, he dicho bien, Alicia se topa con una Oruga Azul que fuma un narguile (shisha, para los que hayan visitado algún país árabe y sean ya eruditos turistas) sobre una seta gigante. Obviaré aquí las infinitas connotaciones que algunos ilustres miembros de aquella generación perdida entre viajes psiconáuticos encontraron durante los años sesenta, si me lo permitís. La oruga es, como diríamos en mi barrio en el siglo XXI, una borde. Aún así, le hace una pregunta a Alicia que es tan sencilla que a ese lector que no deja de negar en cada página mientras lee el libro le parecerá de todo punto absurdo que la niña no sepa contestar: ¿quién eres tú?

Alicia cayó por la madriguera a los años sesenta, de ningún otro modo se explica que viera a una oruga fumando vetetúasaberqué

Hagamos de nuevo un inciso: creo que es una pregunta que todos deberíamos hacernos a diario y que no es tan fácil de contestar como pensamos en un primer momento. Desvistamos la sucesión de ideas que se acumulan en la cabeza de Alicia, que no se siente muy “ella misma” desde que ha llegado allí y trata de definir quién es por eliminación, es decir, pensando en quién no es de entre sus compañeras del colegio. La pobre niña está confundida, no sabe muy bien quién es, todo está cambiando a su alrededor y eso le hace perder un poco su identidad. Tanto cambio de tamaño, tanto ser grande, tanto ser pequeña… Obviaré de nuevo el hecho de que la niña ha tomado sustancias que harían arder a los hisopos que usa la Guardia Civil en los controles de drogas, pero todo esto me recuerda a la adolescencia. A ver, no a la mía, yo siempre fui muy maduro y nunca tuve dudas, pero también tuve amigos, familiares… He visto lo que puede hacer la adolescencia y es muy jodido. Así que de nuevo nos encontramos ante un problema derivado de la dualidad niño-adulto; los cambios, las dudas, las inseguridades… La vida misma, señoras y señores.

La escena concluye como habitualmente: Alicia ofende a la oruga y esta se va con su narguile a otra parte, no sin antes decirle a la niña que la seta sobre la que descansaba tiene las mismas propiedades que el resto de cosas que se “ha metido” con anterioridad. “La parte izquierda te hará crecer, la derecha menguar”, le espeta antes de largarse con sus bártulos a colocarse a algún lugar del bosque donde nadie la moleste.

Tal vez las indicaciones de la oruga podrían haber sido más concretas, pero a nadie le gusta que le digan que es un enano. En cualquier caso, Alicia repite lo de izquierda y derecha como ese pobre alumno de autoescuela ante un cruce, observando sus manos como si en ellas llevase escrito cuál es cuál. Luego llega a una conclusión irrebatible: al ser redonda, según por donde la mires será la izquierda o será la derecha. Y entonces llega a otra conclusión tan lógica que hasta esos lectores que siguen renegando tendrán que convenir que les ha sorprendido: Alicia coge un trozo de cada lado y comienza con el festín.

Que la decisión sea lógica no quiere decir que Alicia se haya sumido en el pozo de la sabiduría y la ciencia. A ver, es una niña de siete centímetros que no pasaría ni el control antidopaje de la guardería, ella aún tiene que basarse en el muy científico método de ensayo y error, así que va comiendo alternativamente de un lado y de otro hasta alcanzar una altura que ella considera apropiada. Entonces, continúa su periplo por el País de las Maravillas.

Atravesando el bosque no tarda en llegar a una casita. Desde la distancia, observa una situación un tanto extraña: dos lacayos, uno con cabeza de pez y otro con cabeza de rana, departen en la puerta de la casa hasta que uno se marcha. Solo entonces la niña se acerca a la puerta y, tras una conversación con el lacayo que a mí personalmente me causa suma tristeza, decide entrar en la casa. Allí encuentra a la Duquesa, que tiene en brazos un niño que no deja de chillar. A su lado, una cocinera hace una sopa de pimienta que haría llorar a Pancho Villa y el sonriente gato de Chesire. Por supuesto, esta escena, tan absurda como el resto del libro, tiene sus metáforas y su simbolismo, pero prefiero detenerme en lo que sucederá más adelante, que me parece mucho más importante.

Alicia sale de la casa con el niño en brazos, pues ella asume, por alguna razón que algún día tendrá que explicar a la policía, que es mejor secuestrar un bebé que dejarlo en una casa de locos. Por el camino, se da cuenta de que no es un bebé sino un cerdo, y piensa que es preferible dejarlo en libertad porque será mejor cerdo en libertad que niño en cautividad. Entonces se encuentra de nuevo con el Gato de Chesire, que se le aparece como Dios a Santo Tomás, con la herida abierta de su sonrisa.

Para mí este es el momento cumbre de la obra. El lector negacionista que siga leyendo a partir de aquí pensando que todo sigue siendo un “sinsentido” no tiene ya nada que encontrar en las páginas que quedan, puede cerrarlo y dedicarse a otras cosas más interesantes, como visionar un partido de Curling de las Olimpiadas de Barcelona o limpiar el alféizar de su ventana del guano que abandonan las palomas.

Nos habíamos quedado en que el Gato de Chesire se le aparece a Alicia, con su amplia sonrisa y su mirada superficial. La niña le pregunta adónde debe ir, y él le contesta que depende de adónde quiera llegar. “No me importa mucho el sitio”, dice entonces Alicia; “entonces tampoco importa mucho el camino que tomes…”, asevera el gato sin perder la sonrisa; “… siempre que llegue a alguna parte”, concluye Alicia. “Siempre llegarás a alguna parte si caminas lo suficiente”, asegura entonces el Minino de Chesire.

En fin, me parece simplemente delicioso este breve diálogo, cargado de lo que mi madre diría que son “verdades como puños”, porque, ya se sabe, las verdades a veces pueden hacer tanto daño como los puñetazos. No voy a entrar en la filosofía zen ni en el “Caminante no hay camino, se hace camino al andar” de nuestro Antonio Machado, prefiero releer ese pasaje y disfrutarlo. Creo que podría vivir en esas palabras. Además, consigue algo que creo que ningún otro personaje logra en toda la novela, que es convencer a Alicia, dejarla sin palabras.

Y no para ahí, el Gato se convierte en el personaje más “molón” de la novela por derecho propio por esta conversación (y por cómo tratará a los reyes más adelante). El minino le informa de que siguiendo una dirección llegará a la casa del Sombrerero y, siguiendo la otra, alcanzará el hogar de la Liebre de Marzo. Quizá sea prudente indicar en el 1860 todos los ingleses sabían que los sombrereros enloquecían tras años de respirar el mercurio utilizado en la confección de los sombreros, y que las liebres entraban en celo en marzo, por lo que incluso Alicia sabe que ambos personajes van a estar locos de remate (eso nacían sabiéndolo, lo de la Costa del Sol, las chanclas con calcetines y el tinto con casera llegó más tarde). Entonces, el Gato le dice que allí todos están locos (bien, Lewis Carroll 1, lector que creía que estaba leyendo algo lógico 0). “Yo estoy loco. Tú estás loca”, le dice. “¿Cómo sabes que yo estoy loca?”, replica la niña. “Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí”. Y, en este momento, solo en este jodido instante de satisfacción máxima, todo tiene sentido, aunque sea de una forma totalmente paradójica, absurda, surreal, subconsciente, abstrusa.

¡Por fin algo de lógica! Un gato en un árbol… Y una niña que filosofa con él…

Creo que la novela podría haber terminado aquí, que cada Alicia que leyese el libro decidiese qué por qué camino contemplar la locura. Todo ha sido una hermosa metáfora del crecimiento, el proceso de madurez y la desorientación que encuentran los adultos cuando pensaban que, superada la adolescencia, encontrarían la seguridad. Eso es lo que se aprendía según la educación victoriana, y no dista en nada de lo que se aprende ahora. Alicia pasa por ese proceso para, ¡oh, sorpresa!, darse cuenta de que la seguridad de los adultos es una mentira tan grande como la de los Reyes Magos. El Gato es el primero que no le dice lo que tiene que hacer, y quizá sea el único (de hecho, es algo de lo que se queja con frecuencia Alicia). Él le hace ver que el mundo es más amplio que ella misma, que muchos otros se han enfrentado a sus dilemas y que, vaya adonde vaya, se encontrará en un mundo de locos pues, al fin y al cabo, ¿quién no lo está? Hay que estar rematadamente loco para buscar un lugar al que ir, una meta, pues el camino es el único camino, y todos los caminos llevan a algún sitio, si se camina lo suficiente, pues el propio camino es ya en sí una meta. Y no, esto no es un trabalenguas.

He de decir que todo esto me recuerda un poco a la nueva película de Pixar, “Soul”, en la que se reflexiona firmemente sobre las metas, los propósitos en la vida, los objetivos, los caminos y los locos. Por supuesto, cada uno puede y debe sacar sus propias conclusiones, tanto de la novela como de la película, pero no deja de ser curioso que se trate de dos productos en teoría enfocados a un público infantil los que hablen de un modo tan eficaz sobre cuestiones tan profundas y complicadas.

En el siguiente capítulo, el séptimo, Alicia se encontrará con uno de los personajes más icónicos del mundo de Carroll: el Sombrerero Loco. Realmente ella decide ir a la casa de la Liebre, pero antes de entrar la encuentra junto con el Sombrerero y un lirón tomando el té en torno a una desordenada mesa. La escena es digna de los Hermanos Marx (por cierto, admiradores de esta novela): los tres personajes se apiñan en una esquina de la mesa y se quejan de que no hay sitio, mientras Alicia se sienta para hablar con ellos a cierta a imprudente distancia. Se suceden algunas líneas de diálogo que darían para una tesis doctoral y el Sombrerero lanza un acertijo que Alicia tardará un buen rato en comprender que es un absurdo: ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? Entre tanto, la niña averigua que los tres personajes se hallan insertos en una paradoja temporal, pues el Sombrerero ha sido acusado de matar al tiempo, y entonces se ha quedado perdido en la hora del té. Así, junto con el somnoliento lirón y la Liebre de Marzo se pasa la vida pasando de silla en silla para usar tazas limpias.

En este capítulo se produce otro de esos diálogos maravillosos, quizá dividido en dos partes. En una de ellas la Liebre le dice a Alicia que se eche “un poco más de té”, y ella le contesta que no se ha echado nada, entonces difícilmente se podría echar un “un poco más”, a lo que le contestan que se equivoca, pues tal y como lo plantea ella, lo que no podría es “echarse un poco menos”. Todos tenemos un amigo estúpido al que si no le dices las cosas con exactitud de reloj suizo se afana en “acercarte” el salero o “darte” su móvil, literalmente, pero en este caso, desde luego, es una conversación magnífica.

Esto los lleva a hablar sobre el propio lenguaje y las confusiones a las que pueden inducir quienes no hablan con exactitud. Es curioso que esta idea reluzca en torno a unos personajes que, precisamente, viven en un tiempo inexacto, o al menos inexacto desde un punto de vista lógico. Es de rigor hacer un nuevo inciso para concretar que es una lástima leer la novela en castellano, pues la versión original tiene incontables juegos de palabras que enriquecen en grado sumo la narrativa de Carroll y que se ven diluidos en la traducción al castellano. De hecho, la confusión se hace patente un poco antes en esta misma conversación, lo que sería la segunda parte de lo que hablaba antes (¿esperabais que la segunda fuera después de la primera? Estamos en el País de las Maravillas), cuando Alicia afirma que pensar lo que se dice y decir lo que se piensa es lo mismo, lo que desencadena una retahíla de objeciones en forma de ejemplo.

Pues me recuerda a un cuadro de El Bosco: La nave de los locos

Tras algunas digresiones sobre el tiempo (muy interesantes, por cierto) y conocer la historia del Sombrerero, Alicia se harta del insufrible té y se marcha de nuevo al interior del bosque, donde encuentra una puerta en un árbol que la lleva a un jardín donde algunos naipes pintan de rojo unas rosas blancas para hacer feliz a la Reina de Corazones… O, más bien, para que no les corten la cabeza.

Quizá todo el libro esconda una fuerte crítica, o al menos una caricatura, de la sociedad y la política de la Inglaterra victoriana. La carrera del comité para secarse, la eterna y aburrida hora del té, los personajes que no dejan de dar órdenes, la forma de comportarse tan alejada de lo que Alicia considera lógico (y tú también). Pero en esta segunda parte de la novela la caricatura es quizá más explícita cuando aparece la Reina de Corazones, a quienes muchos han relacionado directamente con la reina Victoria.

La Reina de Corazones es caprichosa y cabezona (en el amplio espectro de la palabra), autoritaria y violenta. Anda por ahí ordenando que le corten la cabeza a todo el mundo, aunque parece que la sangre no termina de llegar al río en ninguno de los casos. El rey, en otro alarde de ironía, manda mucho menos que ella y, aunque igualmente caprichoso, a menudo apaga los incendios que inicia su honorable esposa.

La novela continúa su periplo por escenas más o menos absurdas: el extraño juego de croquet; el verdugo, el rey y la reina reflexionando sobre si se puede cortar la cabeza de algo que solo tiene cabeza (el Gato de Chesire, que se niega a postrarse ante el rey); el zalamero comportamiento de la Duquesa con Alicia; su encuentro con el Grifo y la falsa tortuga… Finalmente, la niña es llevada por el Grifo al tribunal donde se está juzgando a la Sota de Corazones. Si toda la novela es una farsa, una comedia trágica sobre la sociedad victoriana, aquí llega a su punto álgido, en un juicio en el que no se sabe muy bien qué se juzga, donde los testigos no son capaces de aportar luz sobre el asunto, las pruebas no prueban nada y hay un tribunal que no pinta nada. La reina no deja de pedir que les corten la cabeza a unos y a otros y, en un alarde de ingenio máximo, pide que haya antes castigo que veredicto. Esto, incluso Alicia, que ya tiene el culo pelado de tonterías, lo encuentran absurdo, y así se lo hace saber a la reina. Sí, en efecto, Alicia no es capaz de cerrar la boca ni debajo del agua. ¿Y qué hace la Reina de Corazones? ¡Oh, sorpresa! Ordenar que le corten la cabeza. Los naipes, que son soldados, saltan sobre Alicia, que llevaba ya unos minutos creciendo hacia su altura normal. Es entonces cuando la niña despierta sobre el regazo de su hermana…

Llegado este momento es cuando el lector que no ha caído por la madriguera por fin asiente leyendo palabras a las que encuentra perfecto sentido. “Ah, que la niña ha tenido un sueño de esos que dices por la mañana: fuá chaval, qué flipada. Alucino pepinillos”. Sí, esos naipes no eran más que hojas de un árbol que caían sobre su rostro sacándola del sueño; Alicia crecía en el interior del tribunal porque estaba despertando poco a poco… Y al final despierta de sopetón, como en cualquier sueño en el que el durmiente está a punto de morir… Nada extraño, pues, todo en orden, señoría. Los Serrano han vuelto, todo era un sueño…

A la izquierda, Alicia haciendo el casting para «Cementerio de animales». A la derecha, ¿se puede cortar la cabeza de algo que es solo cabeza?

No sé si habéis visto la película “La vida de Pi”, o leído la novela homónima de Yann Martel. Después de contar una historia extraordinaria, una aventura con animales y lugares increíbles, el novelista que está escuchando la historia de Pi para escribir su libro le pregunta si todo eso pasó de verdad, y Pi le pregunta a su vez qué historia prefiere creer él. Aquí pasa un poco lo mismo, podemos elegir el sufrimiento de un náufrago durante casi un año a la deriva o el de un náufrago que sobrevivió en una balsa con un tigre y contempló las maravillas de un mundo escondido. En la segunda parte de la novela el Sombrerero Loco dirá algo así como que todos esperan que sus problemas se solucionen por arte de magia, pero ya nadie cree en la magia. Con “Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas” pasa algo similar, aunque creo que la decisión la tomamos de forma inconsciente al comienzo de la novela, cuando ella cae por la madriguera. En esa caída podemos acompañarla o quedarnos mirando la oscuridad por el hueco de la madriguera; los que caen tal vez crean en la magia de Wonderland, en esas maravillas nunca antes vistas, y podrán apreciar el aspecto más lúdico de la historia, dejarse llevar por la imaginación de una mente subconsciente que dispara contra todas las leyes de la lógica con una lógica aplastante. Los que miran desde el agujero corren el peligro de quedarse como la hermana de Alicia, sentados en la orilla del río maravillándose, no con la historia de Alicia que hayan vivido ellos, sino con la historia de Alicia que otros le cuenten.

 

 

 

 

 

 

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